La vida licenciosa de doña Catalina de Vargas

 

 

Archivo General de la Nación, (Bogotá). Sección: Colonia. Fondo: Juicios criminales. Legajo: 100. Folios: 974r – 974v.

 

 

          Feliz la vida de la viuda o divorciada que ha despojado de su cuerpo y de su comportamiento todo culto insensato a los más despreciables inventos concebidos por el género masculino: la virginidad y el celibato. Felices aquellas que entregan su carne y experiencia a los placeres de Venus para gozar de una audaz comunión de los sexos. Bienaventuradas son, porque suyo será el Jardín de las Delicias. Y cuando en una mujer se unen, a los tres atributos de la edad, la experiencia y la soledad, los de la sangre mulata y una cuna caribeña, el resultado constituye uno de los objetos más preciosos forjados por la desenfrenada imaginación de nuestra madre Natura. Doña Catalina de Vargas pertenecía a este grupo selecto de mujeres, y cuando llegó a Santafé en 1743 para seguir un pleito por divorcio, una epidemia de insomnio se extendió entre las damas de alcurnia santafereñas, producto de su angustia por la (in)fidelidad de sus maridos.

El pleito de Catalina de Vargas, que había iniciado en Cartagena algunos años atrás, terminó llevándola a Santafé porque no podía suceder nada en el Virreinato que no pasase antes por Santafé. No recuerdo si fue el historiador colombiano Daniel Samper Pizano quien mencionó en una de sus obras cómo un bando de la Real Audiencia estipulaba que toda embarcación que viajara de Cartagena a Mompox debía primero atracar en Honda, para que todos sus pasajeros y tripulantes pudieran presentarse en Santafé, y así cancelar la tarifa del peaje, que era de dos patacones por persona. Finalmente, cuando concluyó el pleito de la Vargas y ésta logró su divorcio, en lugar de regresar a Cartagena para compartir la noticia con su ex-marido, cosa que tan sólo haría una insensata, la sabiduría de esta mulata le aconsejó afincarse en la ciudad y acechar a las presas más jugosas.

En las calles pronto se convirtió en una leyenda. Esta mujer, que meses atrás había llegado vestida con andrajos y calzando unas alpargatas que se desvanecían en el aire, estaba ahora exhibiendo la curvatura de sus senos en exquisitos vestidos italianos, y sobre éstos siempre descansaba un espléndido collar de perlas. Además, su cabello y su rostro habían sido transmutados por los poderes alquímicos de los embellecedores artificiales.

No obstante, el verdadero atractivo de Catalina de Vargas continuaba estando en su lengua. Ella y su palabra se hallaban tejidas por un mismo hilo. Las historias que contaba, (historias que siempre tenía al alcance de la mano y que repetía montando una escenificación espontánea ayudada por las encantadoras mímicas de sus brazos largos), lograban capturar al espectador más adverso. Llegó a tanto su triunfo que jóvenes aprendices le rogaban que les enseñara el arte del concubinato. En el ápice de su victoria, doña Catalina de Vargas vivía en una amplia casa en la cercanía de Las Nieves, con la única compañía de su armadillo y de un joven indio que tenía contratado como sirviente, pero quien ella decía que era su sobrino y a quien trataba como tal. Su hogar estaba decorado a un estilo que parecía traído de otro continente, con telas de algodón rojo colgadas de las paredes en lugar de pinturas o espejos, sobre el piso figuras de madera que recordaban a las de los idólatras y en una esquina de la habitación principal, una caldera en que se cocían hojas, de manera que el recinto entero quedaba aromatizado por un humo embriagante.  

Pero la rueda de Fortuna jamás deja de girar y doña Catalina de Vargas lo perdió todo. Las enemistades que se tejieron en torno a su persona, al igual que las que se tramaron en torno al Libertador, estuvieron protagonizadas por las bajas pasiones. La envidia y la hipocresía eventualmente pasaron sentencia sobre su modus vivendi por letra de las autoridades coloniales: “El trage [sic], el modo y vivir escandaloso que tiene es conocido y le tengo hecha causa de pública amancebada con un cavallero [sic] casado con una de las señoras más calificadas que hay en este Reyno. Causa de que tengan muy poca quietud vivir tan desenfrenadamente y es tan poco su recato que deshonra sacerdotes constituidos en dignidad, doncellas, y mugeres [sic] recogidas”. En un breve auto sin apelación firmado por el mismísimo alcalde de Santafé, nuestra heroína fue desterrada de la ciudad.

El posterior destino de doña Catalina de Vargas, su armadillo y su sobrino se ha perdido en el olvido. Que baste con este humilde homenaje a la memoria de sus tiempos de gloria.

 

Published in: on diciembre 16, 2006 at 5:26 am  Comments (1)  

Frío, selva y concubinas

 

 

Archivo General de la Nación, (Bogotá). Sección: Colonia. Fondo: Policía. Legajo: 8. Folios: 139r – 143v.

 

 

            Yo sí los comprendo: la noche es fría. La noche es solitaria. Todavía hoy, en una metrópoli del siglo XXI hay calles, esquinas y parques que se convierten en verdaderos palacios del vacío, como los que sólo se dan en las noches campesinas. Ahora imaginen a Santafé en 1787. La carrera Séptima era un camino de piedra, la Macarena, madremonte; no había alumbrado público ni oficinas prendidas hasta tarde. Si son de los que piensan que los celadores deben pasar momentos de aguda soledad, y si alguna vez han simpatizado con el aburrimiento de un bachiller en una torreta del Cantón Norte, creo que, como yo, pueden comprender la situación de un soldado haciendo guardia nocturna en la Santafé de 1787.

            En una desvelada cualquiera, por los bordes de la escasa luz que despide su precaria linterna de mecha comienza a aparecer una figura de sombra. El soldado duda si entrar al puesto de guardia o apuntar con su rifle.

            – ¿Quién va ahí? -, pregunta.

            – Tu cena -, le responde una voz femenina de tono seductor.      

            El recluta (llamémoslo José María Tribín por razones narrativas, aunque en realidad este nombre no aparece en el documento del archivo), quien minutos antes estaba por pegarse un tiro en la cabeza para matar el tiempo, de repente despierta del sopor y su sangre se calienta. Al círculo de luz entra una mujer de piel panela, bajita, de esas cuyos cuerpos invitan a ingeniosas manipulaciones. Al punto se descubre los senos y José María Tribín experimenta una erección monumental mientras cede a las  irresistibles tentaciones de esta súcubo nocturna. Entran al puesto de guardia o bien fornican allí mismo, con las manos de la cortesana sobre la pared de adobe y las nalgas del soldado Tribín animando la penumbra santafereña. ¿Quién habría de pasar por allí a esas horas? ¿Quién habría de enterarse?

            La única explicación satisfactoria que le encuentro al hecho de que Matías José de Leyva, alcalde de Santafé, hubiera recibido noticia de estos tratos nocturnos es que alguna trabajadora se lo hubiese soplado en una torpe triquiñuela propia del mercado con libre competencia. Una especie de “corporate operation”. En todo caso, el hecho es que lo supo y le agradó poco. Es comprensible. ¿A qué alcalde le gustaría escuchar que la policía se la pasa retozando con chicas de dudosa reputación durante las horas de servicio?

No me extrañaría haber encontrado dos libros sobre la mesa de noche de Leyva: la Guía de pecadores, de Fray Luis de Granada, que le dio la matriz para concebir toda interacción social; y las Elegías de varones ilustres de Indias, de otro religioso, Juan de Castellanos. Este poema épico lograba fusionar su imaginario moral con un concepto de lucha contra la “naturaleza” que más parecía un peregrinaje o una cruzada que una simple conquista. La relevancia de esto es clara cuando veamos la solución que el alcalde de Santafé diseñó para enmendar este problema de libido castrense. 

Como todo buen abrahámico, Leyva concluyó que la culpa era de la mujer. Por ello le presentó al Virrey de la Nueva Granada, en 1787, el proyecto que creía daría fin a las vergüenzas públicas que las visitadoras provocaban en los soldados. Evidentemente había que mirar río arriba, y él llegó a las mujerzuelas. Su proyecto contiene frases cuya sinceridad despierta profunda nostalgia histórica: “un alcalde no puede contener los soldados en los términos que desea por la provocación de estas mugercillas tan prostitutas”. Aunque difícilmente comparto su opinión, entiendo su razonamiento.

            La solución tradicional que se le había dado a este problema era desterrárlas de Santafé. Supongamos que un oficial, por casualidad, cogía a José María Tribín con una Luisa Gaitán, natural de Chía. El soldado era amonestado y la mujer era exilada de la ciudad (deportada, en términos contemporáneos). Esta opción le parecería satisfactoria a Leyva de no ser porque las cortesanas esperaban a que pasara el fin de año, y como a mediados de enero, cuando los nuevos alcaldes ordinarios y de barrio, quienes no tenían noticia de lo acaecido en tiempo anterior, se posesionaban, Luisa Gaitán y sus colegas regresaban a Santafé desde los pueblos y parroquias aledaños.

            La medida ofrecida por el alcalde Matías José de Leyva es una clara muestra del  ideario en torno a la naturaleza que mencioné. En las Elegías de varones ilustres, Jiménez de Quesada es un caballero de Dios que introduce su espíritu cristiano en este inhóspito continente. Aunque dudo que el excelentísimo doctor Leyva hubiera pisado tierra más feroz que Honda, el alcalde creía firmemente en las cualidades moralizantes de la selva.

            El 12 de junio de 1787 el Virrey recibió en su despacho una carta enviada por el alcalde de Santafé. En primer lugar hacía un diagnóstico: la milicia santafereña era una putería. Segundo, encontraba un culpable: las indias callejeras. Por último, pedía un cojonal de oro para llevar a cabo la brillante solución a este embrollo:

            Toda prostituta de Santafé debía ser desterrada (los costos del viaje los cubría el gobierno) a las nuevas fundaciones del Darién. Allí, debían ser empleadas para cuanto trabajo “fuera considerado necesario en estos remotos parajes”. Al día siguiente el Virrey respondio con una suave pero firme negativa.

            Aunque hay algo hermoso en la lógica del burgomaestre, yo insisto en que la culpa de todo fue del frío y de la soledad.

 

 

 

Published in: on septiembre 15, 2006 at 5:16 am  Comments (3)