La corrección de Miguel Jerónimo Merchán

 

 

A Catalina Merchán,

Por ser viva comprobación de una herencia colonial. 

Archivo General de la Nación, (Bogotá). Sección: Colonia. Fondo: Policía. Legajo: 8. Folios: 670r – 672r.

 

            Aquellos que alguna vez en el transcurso de sus vidas hayan recibido por parte de sus padres la amenaza de ser enviados a una escuela militar para corregir su mal comportamiento, por favor alcen la mano:

            Bienvenidos al club.

Los pocos que hayan sufrido el infortunio de tener padres que cumplían sus amenazas habrán podido comprobar que la clave para el éxito de la institución castrense se halla en la disciplina de los cuerpos. Al igual que en los monasterios y en los colegios, en los cuarteles la ociosidad y el sensualismo, providenciales obsequios de los dioses, son mancillados al ser sometidos a horarios, a que todo se haga a su debido tiempo, a que los gestos sean muestra del control de tu (in)sensatez sobre tu cuerpo y al hábito malicioso de dominar los caprichos carnales. Somos una especie que diseña las estrategias para su propia desdicha, y sólo las voluntades amigas de sophía descubren cómo desmantelarlas. O Fortuna, los que poseen aquel talento deben sufrir duras infamias, como la acontecida a Miguel Jerónimo Merchán, vecino de la población de Leyva, quien en 1759 fue enviado por su padre, Agustín Merchán de la Parra a prestar servicio militar en las playas de Cartagena de Indias para corregir sus costumbres.

Éste es uno de los casos más inquietantes en nuestra galería de vidas disolutas.  Aquello es porque nos enfrenta a los abismos de la perversidad humana. Miguel Jerónimo Merchán era un dichoso mancebo a quien los espíritus habían bendecido con una curiosidad insaciable, una lujuria febril y un monumental órgano masculino que sometía a las más extensas experimentaciones durante noches tórridas, revuelto entre cuerpos resbaladizos y sábanas húmedas, porque Miguel Jerónimo Merchán practicaba sus bacanales en su amplia recámara de joven acomodado. En una ocasión, don Agustín lo descubrió obrando el pecado nefando con un esclavo perteneciente a la hacienda de su vecino y lanzó un alarido de desesperanza. En el acto, Miguel Jerónimo Merchán se abalanzó sobre su padre con los puños extendidos y dio una clara demostración de lo que los anglosajones llaman rightful indignation. Protestó a gritos que cómo se atrevía a despreciar sus deseos, su voluntad para ejecutarlos y la negra belleza de su consorte (un espléndido africano con nalgas de aceituna), y finalmente lo amenazó con sacarlo a golpes del dormitorio.

En su lastimosa carta a las autoridades coloniales, Agustín Merchán de la Parra se quejaba diciendo que su hijo, “llevado del natural fogozo y juvenil, o de su depravada inclinación, me ha perdido a mí y a su abuelo varias veces el respeto; y queriéndole contener, no sólo no he logrado su corrección, sino que ha intentado ponerme a mí y a mi padre violentas manos”. Lo que hace de este caso uno particularmente trágico radica en la fortuita lucha de un valiente espíritu filosófico contra las mezquinas elaboraciones de la patria potestad.

Los vicios son un refinamiento evolutivo exclusivo a nuestra especie y es lamentable que este hecho evidente haya desatado tan duro combate por parte de mentes obstinadas y vulgares. Es gracias a ellos que nos destacamos de entre la jauría de criaturas que proliferaban en los manuales moralistas católicos del siglo XVIII. La idea tras estos manuales hacía parte una artimaña alegórica que venía de tiempos medievales: encontrar paralelos entre el comportamiento de los animales y lo que se había establecido era el adecuado para los humanos. Más que confirmar que el mundo representaba un divino juego de correlaciones pacatas, dichos espejismos fomentaban una indeseable emulación de las bestias, de la perturbadora laboriosidad de las hormigas y del perverso celibato de los elefantes. La vida del individuo que se liberaba de dichas conductas no se separaba de los caminos divinos. Antes lograba encaminar su andar.

El desgraciado Miguel Jerónimo fue tan sólo un espectador de la espeluznante eficacia de esta nueva intriga para “corregir” su comportamiento. En seguida las autoridades locales pusieron en ejecución la petición hecha por el padre de enviar al joven al servicio militar en una carta que recomendaba a los oficiales mantener una estricta vigilancia sobre su comportamiento. Así, Merchán fue sentenciado a servir por el término de seis inviernos en la guarnición de la ciudad donde dieciocho años antes Blas de Lezo había repelido al almirante inglés Edward Vernon, quien asoló las murallas con una de las flotas más soberbias de que guardase recuerdo la memoria milenaria del mar Caribe.

 

 

Published in: on diciembre 21, 2006 at 8:05 am  Comments (6)