El más espeluznante

 

Te corto la cara,

con una cuchilla,

de esas de afeitaaaaaaaaaaaaar…

– Las Hermanitas Calle 

 

 

Como la excepción confirma la regla, comencemos este blog con una. Este caso no es extraído del Archivo General de la Nación, sino de las Reminiscencias de Santafé y Bogotá, de José María Cordobez Moure, libro que fue el bestseller más importante en la historia literaria de Colombia después de Cien años de soledad. Recomiendo ávidamente su lectura a todos los aficionados del chisme. Publicadas a finales de siglo XIX, las Reminiscencias fueron escritas por un cachaco afeminado que fue empleado público toda la vida y ocupó cargos tan apasionantes como ser administrador de las salinas de Chita y servir de correo de gabinete al ministro peruano en Bogotá. Comenzó a publicar sus crónicas sobre la vida bogotana en el periódico El Telegrama hacia 1894 (así no lo crea, lo dicen las fuentes: en este país han existido periódicos distintos a El Tiempo), y de inmediato se convirtió en el hombre más leído, si no de Colombia, al menos de Bogotá, que igual lo hacía, en el siglo XIX, el más leído de Colombia.

La siguiente es la historia más espeluznante que conozco. Deja a Seven y a Saw en pañales. Según afirman los más doctos, las crónicas de las Reminiscencias son ciertas, así que podemos confiar en que esto realmente sucedió, por difícil que sea de creer. Lo repito: todo esto pasó de verdad.

Me veo obligado a hacer una advertencia: lo que hay a continuación no es para personas con estómagos débiles. Si tiene un carácter impresionable, absténgase de seguir.

Todo sucedió en Tunja, durante el año de 1852. El país, como para variar, estaba en guerra y un batallón había llegado a instalarse en la capital boyacence, pesadilla de todo viajero bogotano que vaya en carro hacia el norte de Colombia. El recluta Pedro Siachoque, vecino de Sutamarchán, solicitó permiso para dar una vuelta con su lanza por las afueras del pueblo y así apreciar los paisajes escarpados de este departamento que son, en cambio, deleite de todo viajero bogotano que vaya en carro hacia el norte de Colombia. El cabo los dio de alta por el resto de la tarde y nuestros turistas emprendieron con corazón alegre su caminata.

Cuando salieron del casco urbano comenzaron a rodear algunas casas campesinas. Ya no se veía un alma en los alrededores. Las nubes ocultaban el sol y sobre el paisaje se extendía un manto de sombra. En este punto, la vejiga de Pedro Siachoque necesitaba alivio y le dijo a su compañero que esperara mientras iba a orinar. Rodeo una de las casas y el otro se quedó distraído con un burro que trataba de alcanzar un pastal por entre una cerca de madera, estirando el cuello y los labios a más no poder. De repente el soldado escuchó que Siachoque daba un grito que le heló la sangre y al punto lo vio corriendo hacia él con los ojos desencajados mientras se subía los pantalones y exclamaba:

– ¡San Jerónimo Ave María Purísima Dios me ampare y me favorezca!

– ¿Qué fue? ¿Qué le pasó? -, preguntó el camarada angustiado.

– ¡Un alma en pena! ¡Corra! ¡Un alma en pena!

Y los dos echaron carrera a la ciudad, donde estaba el batallón. Una vez en terreno seguro, Pedro Siachoque dio testimonio de lo que había ocurrido. Mientras estaba aliviándose contra la pared de una casa, comenzó a escuchar un quejido de ultratumba cuyo origen Pedro no lograba reconocer, pero que le producía más temor que el retumbar de los rifles en la batalla de Garrapata. Al fin vio que provenían de un hoyo pequeño en lo bajo de la pared, dentro del cual parecía moverse una figura. Ante esto el impresionable soldado emprendió su carrera.

Tras enterarse del asunto, el cabo decidió acompañarlos hasta donde acontecieron estos hechos, pero cuando comenzó a escuchar los lamentos, en lugar de seguir avanzando, optó por solicitar refuerzos con la excusa de que no era docto en asuntos de exorcismos. Al rato llegaron dichos refuerzos al mando de un oficial experimentado y menos temeroso de las entidades del otro mundo. Éste se acercó y de nuevo se produjeron los quejidos. Se asomó al hoyo y vio claramente una mano descarnada, de muerto, haciendo señas, invitando al valiente hombre a que se aproximara. El oficial consideró que el asunto ameritaba hacer llamar al alcalde de Tunja, y cuando éste llegó le fue expuesta la situación. Decidieron entonces tocar a la puerta de la casa. Para ese entonces, ya medio Tunja se había reunido en torno a ella. Cuando golpearon una voz dentro preguntó:

– ¿Quién es?

– ¡La autoridad! -, exclamó el oficial mientras se erguía y hacía sonar la vaina de la espada contra su pierna.

La puerta se abrió y apareció una mujer de estatura media, muy delgada, pálida, con el pelo apretado a la cabeza con un pañuelo de seda. Vestía un traje de lanilla café, zapatos de cuero con media blanca, zarcillos de oro y pedrerías. La mujer les lanzó una mirada desafiante.

– ¿Quién vive aquí? -, inquirió el alcalde.

– Yo.

– ¿Y quién es yo?

–  Trinidad Forero.

El alcalde le explicó las razones por las cuales estaban allí y le solicitó que les permitiera servirse de practicar un reconocimiento en su residencia.

– Aquí no hay nada que ver ni nada que rondar, ¿oyó? Yo estoy en mi casa y usted no tiene porqué andar husmeando por aquí. Usted no entra sino sobre mi cadáver.

El alcalde y el oficial dieron dos pasos atrás, consternados. El oficial exclamó que entrarían por la fuerza de ser necesario y le aconsejó acoplarse a las órdenes dadas si no quería terminar en la cárcel o en la tumba. La mujer se retiró y las autoridades ingresaron a la casa.

– Usted se queda con nosotros mientras hacemos la inspección -, dijo el alcalde.

La mujer los siguió con aire amenazador mientras pasaban por el zaguán, el corredor, el comedor, la despensa, la cocina, una salita por la que entraba una débil luz, y una alcoba estrecha y oscura donde vivía sola la Trinidad. Era una casa de medio pelo decorada con baratijas de mal gusto. Cuando se acercaron a un cuarto en tinieblas que correspondía al hoyuelo de donde provenían los lamentos, la Trinidad se plantó frente a la puerta con una escoba en una mano y unas tijeras en la otra, mientras exclamaba que al primero que le diera por entrar lo mataba.

Los hombres, sorprendidos más que asustados, la dominaron con facilidad y la trincaron contra el piso de tierra. El alcalde y el oficial entraron al cuarto y vieron que sólo había una cama. Al retirarla descubrieron el hueco murado, sin blanquear, de una puerta. Lograron derribar aquella parte de la pared con una barra de hierro. A medida que se desprendía el adobe se ensanchaba un rayo de luz, sugiriendo que el recinto que estaban descubriendo era el mismo al que daba el hoyo en la pared de afuera. El hueco despedía un insoportable olor a fetidez y uno de los soldados vomitó contra la pared.

El alcalde se asomó. Ante sí vio una momia acostada en un lecho de estiércol y millares de gusanos blancos. La forma extendía los brazos débilmente mientras giraba su rostro desfigurado hacia él. Hizo señas de súplica con las manos y miró a los soldados de forma lastimosa con sus ojos apagados pero repletos de lágrimas. Entretanto, la Trinidad comenzó a lanzar los más inmundos gritos e imprecaciones contra la víctima, al tiempo que se burlaba de su deformidad.

Todos convinieron en que había que sacar el cuerpo, pero todos le sacaron el cuerpo. Al fin se vieron en la necesidad de persuadir, con la promesa de una totuma de chicha, a alguna aguadora que estuviera pasando frente a la casa para que ella lo hiciera. Después de santiguarse varias veces y encomendarse a Nuestra Señora de Chiquinquirá, la aguadora procedió a retirar el cadáver viviente y acostarlo sobre la cama. Hubo que llevar el cuerpo en una camilla de paja al hospital para que no se deshiciera en el camino y una vez allí lo primero que debieron hacer los médicos fue coserle la boca, que tenía rajada de oreja a oreja.

Una vez restituida el habla y la identidad de la víctima, se pudieron conocer los antecedentes de este macabro asunto.

La madrina de la mujer que estaba emparedada, cuyo nombre era Custodia, atestiguó que la víctima trabajaba como sirvienta en la casa de Trinidad Forero, mujer reconocida por su carácter explosivo y violento. La Trinidad comenzó a tratar a su sirvienta con dureza sin que le diera el menor motivo, y cuando un caballero que visitaba a la Trinidad, y cuyo nombre Custodia ni siquiera conocía, le dijo que tenía una criada muy bonita, la Trinidad enloqueció de celos y comenzó a tramar su venganza.

Un buen día le ordenó hacer un mandado en Los Laches con el objeto de alejarla de la casa. Cuando Custodia regresó su señora la ató de manos y pies, le amarró un pañuelo a la boca con una piedra para que no pudiera gritar y le dijo:

– Así que eres muy bonita.

Y procedió a arrancarle con las manos todos los pelos de la cabeza, y con unas pinzas las cejas y las pestañas, tarea que le tomó toda la noche. Al final, le colocó un emplasto en la cabeza que le produjo a Custodia un insoportable ardor y una llaga pululante que iba de la frente a la nuca.

Así terminó el primer día de tormentos.

A la tarde siguiente, cuando comenzó a golpear a Custodia, la Trinidad notó que su víctima estaba tan agobiada y cansada que no podía emitir ningún sonido de queja. Molesta por no poder disfrutar de las expresiones de dolor de su torturada, decidió alimentarla con una mogolla y un vaso de agua revuelta con sus orines. Cuando Custodia hubo demostrado ánimos renovados para sufrir, la Trinidad le sacó todas las muelas y los dientes con unas tenazas de hierro, como las que usan los zapateros. Acto seguido, le quemó las articulaciones, la espalda, los pechos y la barriga con una plancha caliente, le arrancó las orejas con una navaja y le rajó la boca hasta los oídos. La dejó sobre la cama mientras acomodaba un espejo y dos velas en el hueco de una alacena contra la pared, a la altura del piso. Luego arrastró hasta allí a su víctima y le dijo:

– Ahí te dejo ese espejo para que veas lo linda que quedaste.

Y la emparedó.

Abrió un hueco a la alacena desde la pared de afuera con el propósito de pasarle comida y agua a su víctima, y así mantenerla viva y presenciar el suplicio; cosa que logró hacer durante dos meses, hasta que este mismo hueco y la atormentada asustaron al soldado Pedro Siachoque, vecino de Sutamarchán, mientras vaciaba su vejiga contra la pared.

Un jurado sentenció a Trinidad Forero a diez años en la reclusión de Guaduas, donde murió poco tiempo después de una fiebre maligna.

Custodia, inválida, mutilada y desfigurada, se hizo conducir desde entonces por Santafé en una silleta implorando la caridad pública para hacerse la subsistencia, hasta el día de su muerte.

So it goes.

 

Published in: on septiembre 11, 2006 at 5:15 am  Comments (11)